El patrimonio no es un adorno ni un recuerdo estático del pasado. Es un puente que une generaciones, una vía para conectar la memoria con el aprendizaje, el ayer con el mañana.
En la región de Tarapacá, el patrimonio no se limita a lo antiguo o a lo que se exhibe desde la distancia. Es una fuente viva y poderosa desde la cual se puede enseñar historia, ciencias, lenguaje, matemáticas, arte y ciudadanía. Es una herramienta pedagógica que respira y dialoga con nuestro presente.
Humberstone y Santa Laura no son solo vestigios del pasado salitrero; son espacios que narran historias de trabajo, migración, desigualdad y organización social. Enseñar desde estos lugares es abrir la puerta al pensamiento crítico y al reconocimiento de lo que significó vivir y resistir en condiciones extremas. ¿Cómo no construir historia desde ahí?
Miremos también al altiplano. En localidades como Cariquima, Isluga o Colchane, la cultura aymara sigue viva, con su lengua, su cosmovisión y su profunda relación con la tierra. Este patrimonio inmaterial permite abordar temas tan diversos como ciencias, medioambiente, espiritualidad, interculturalidad e incluso matemáticas, desde una lógica ancestral. ¿Y si una clase de geometría comenzara con una apacheta o los geoglifos de Pintados?
Las tradiciones como La Tirana, la cueca nortina o los bailes religiosos no son solo celebraciones populares. Son escenarios vivos desde los que se puede enseñar música, lenguaje, religiosidad, arte, cuerpo y pertenencia. Nos recuerdan que somos parte de un tejido cultural donde lo espiritual y lo cotidiano se entrelazan con naturalidad.
Hoy, cuando hablamos de educación, solemos enfocarnos en la tecnología, las metodologías innovadoras o la inteligencia artificial. Pero, en medio de esa conversación global, a veces olvidamos algo profundamente local, cercano y transformador: el patrimonio, que nos habla desde nuestra tierra con voz propia.
No se trata solamente de enseñar sobre el patrimonio, sino de enseñar desde el patrimonio. Porque cuando el aprendizaje nace del territorio, de lo que tocamos, sentimos y reconocemos como propio, ese conocimiento se vuelve auténtico, significativo y profundo.
Educar en el siglo XXI desde raíces del siglo XIX no es retroceder. Es sostenerse con firmeza en nuestra identidad para proyectar el futuro. En Tarapacá, el suelo está lleno de memoria, y también de semillas para educar y construir el mañana.